El argentino
El presidente uruguayo, José Mujica, dijo hace un tiempo que los argentinos deberían quererse más los unos a los otros. Nosotros, los argentinos, decimos lo mismo y lo repetimos con insistencia. Pero lo declaramos a nuestro modo. Señalamos a otro como sumo odiador que debería reflexionar sobre su furia y su rabia, quien a su vez, por su misma furia y rabia, se permite señalarnos a nosotros, los dañados, como principales responsables del odio imperante. Por lo tanto, la comunidad nacional se caracteriza por denostar en forma masiva el odio de los otros en nombre del amor que todos dicen tener.
Una situación así tiene todos los ingredientes del fin de una relación de pareja. Un psicoanalista que cobra caro diría que todo funciona a la perfección ya que ninguno del binomio quejoso sabría qué hacer sin su odio, y otro que cobra barato les aconsejaría pensar en los hijos. Es lo que hace Mujica, de quien se sabe –y por si nos olvidamos, nos recuerda su sencillez con anécdotas e imágenes– es un profesional que no tiene mayores aspiraciones materiales.
¿Podremos un día pensar para adelante? ¿O no cejaremos en avanzar a duras penas cuesta arriba cargando con el peso del rencor? Amor, amor, es lo que piden Macri y Scioli; diálogo, pensar juntos, sentarse a una misma mesa, es lo que pide en su raid mediático Julio Bárbaro en nombre del peronismo marginal.
Si le pidiéramos a un consultor serio –de esos que se cuentan con los dedos de las dos manos– que haga una encuesta y que sume a todos los ciudadanos que odian y luego lleve a cabo otra encuesta que sume a su vez a todos los compatriotas que aman a nuestros dirigentes políticos, tendríamos los siguientes resultados.
Aquellos que odian, ya sea a Cristina, a Mauricio o a Daniel, llegan al 60% del padrón electoral. Los que aman a Cristina, a Mauricio o a Daniel no superan el 30% del mismo padrón. El 10% restante pesca en el Paraná.
La conclusión es obvia: la gente en su mayoría vota contra lo que odia, y una minoría lo hace por el amor o el respeto que le merece algún líder. Por si el asunto no resulta claro, lo trasladaré a un lenguaje que todos los argentinos conocen. Los de Racing ansían que antes que salir campeones se les haga realidad un deseo mucho más apremiante: rezan por que los del Rojo se vayan al descenso. Creo que ahora el análisis resulta de mejor comprensión.
¿Quién es el culpable de esta situación? Buena pregunta. Si los dos son de Avellaneda… perdón, me distraje, seguí con el fútbol… quiero decir: si todos somos argentinos, ¿por qué tanto odio?
¿Qué es peor: mandar a niños a escupir afiches de periodistas opositores o asociados a la llamada “corpo”, montar una kermés nacional y popular en el Palais de Glace para matar con un proyectil a un gorila… o producir un Photoshop de Moreno baleado en la frente? ¿Cómo se llama el experto que pueda dar el diagnóstico preciso sobre esta enfermedad social que nos aqueja y proponer, finalmente, la curación apropiada ¿Quién lo sabe? ¿Será el doctor Rolón? ¿El doctor Cormillot? ¿O la doctora Rampolla?
Todos los argentinos no sólo deseamos el amor mediante la práctica del odio, sino que, además, ansiamos la verdad. Los feligreses del oficialismo, lo sabemos por su evangelio llamado relato, dicen que la verdad, la memoria y la justicia están juntas y que ellos se han encargado de que sean inseparables. Los miembros de la oposición, de acuerdo a su propio espíritu de cruzada, sólo piden al Gobierno un mea culpa, el sinceramiento del Indec, la admisión de la verdadera tasa de inflación, el reconocimiento de los problemas y la confesión de los errores.
Hay tanto deseo de verdad por todas partes que no se entiende del todo que todos digan que el otro miente. Es decir, todos están de acuerdo en que es verdad que todos mienten. Por supuesto, resulta evidente que una situación así no es ninguna novedad. Los estudiantes de Filosofía conocen la paradoja de Epiménides, el cretense, que decía que era totalmente cierto que todos los cretenses eran unos mentirosos.
El universal
Gran trifulca armó el video californiano que se burla de Mahoma. La alarma es universal, y no es para menos. Masas enardecidas asaltan embajadas, queman banderas, hasta matan diplomáticos. El debate ha sido lanzado. Se habla en nombre de la libertad de expresión, se la defiende o se le ponen límites. También se dice que una cosa es la libertad de opinión y otra la difamación. Los argumentos del multiculturalismo intentan hacerse un lugar sin acomodarse del todo. Hay quienes tratan de zafar del dilema mediante un control de calidad y sostienen que el video es tan malo que no merece tomarse en cuenta. Otros desestiman la posición que defiende la libertad con el ejemplo de Alemania, donde se prohíben las manifestaciones racistas. Expertos de organismos internacionales emplean la sintonía fina y marcan la diferencia entre expresarse y atentar contra la vida o los bienes de los semejantes.
Sucede que casi todos están asustados. Una cosa es el anuncio filosófico de que Dios ha muerto, como se profetizó hace un siglo y cuarto, y otra el corso delirante de unos irresponsables de notable mal gusto. Por eso, para muchos una cosa es el nihilismo serio, el ateísmo argumentado y el agnosticismo británico, y otra el circo frívolo con sus payasos impresentables. Parece que está prohibido reírse. Con lo sacro no se juega. La inevitable consecuencia es que la burla tiene pena de muerte. De aquí en más, si se prohíbe atentar contra la vida de los judíos además de toda manifestación de antisemitismo, también debería prohibirse representar a Moisés vestido de Madonna en un teatro de revistas. Por otra parte, se deduce de las nuevas reglas de convivencia universal que si está prohibido quemar iglesias, también estaría prohibido que un escultor presente una obra con el Cristo pegado a un avión de guerra arrojando bombas de napalm. La caricatura como género estará en el Index. Para la Voz de las alturas, el arte, malo o bueno, no es excusa válida que permita herejías o transgresiones.
De acuerdo a las teorías emancipadoras y a la tradición ilustrada, era lícito ridiculizar todo y de todo desde que la modernidad secularizada barría con los tótems y protegía la libertad de palabra sin ninguna restricción. Se dejaba en manos del Poder Judicial la decisión y la potestad de exigir reparación en caso de injuria y agravio hacia las personas y/o comunidades.
Pero el síntoma Rushdie sigue vivo. Nadie quiere vivir lo que él mismo vivió ni padecer lo que él padeció cuando tuvo que confesar –como en otros tiempos Galileo Galilei, obcecado ante la Inquisición con su tesis de que la Tierra no estaba quieta como lo dictaminaba, según las Escrituras, el mismo Dios– que Alá era su único Dios y Mahoma su profeta. Hoy en día el dos veces arrepentido escritor indobritánico en declaraciones recientes admite que se equivocó por haber cedido ante una insoportable presión y silba por lo bajo su “e pur si muove”.
Por el curso que tienen los recientes acontecimientos, por el desprecio que recibe el liberalismo acusado de decadente e imperial, o debido al entusiasmo actual por un variado tipo de fanatismos, el hecho de que alguien “crea” en un ser superior lo convertirá en un ser blindado que determinará el umbral a partir del cual comienza la ofensa y se inicia el castigo. Y, podemos suponer, que el abanico de los “superiores” tiene un ángulo de apertura extensible.
Quizás el día en que se canonice a Diógenes, Aristófanes, Luciano, François Rabelais, Montaigne, Voltaire, Nietzsche, Alfred Jarry y Macedonio Fernández, por el lado occidental, junto a Mullah Nasrudim de la sátira sufí o los cuentos humorísticos sefardíes con su personaje Yohá, que recomiendan los especialistas en literatura oriental, es posible, entonces, que la amenaza fundamentalista con sus sacerdotes vengativos se retire de la escena y nos deje a todos vivir en paz, hasta con alegría.