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martes 21 de marzo de 2023

Somos nosotros, también

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En pocas horas entraremos en el tramo final del proceso que elegirá a nuestro próximo Gobernador. Más allá de chicanas, videos, memes y slogans los santafesinos escogeremos al hombre que conducirá los destinos de la segunda provincia del país, su educación, su seguridad, su cultura, su justicia, su desarrollo social, sus obras públicas y todas las decisiones que harán a nuestras vidas mejores o peores.La indiferencia, la desinformación o la bronca son factores que suelen coincidir con el humor del ciudadano común, harto -en muchos casos con razón- de que “la política” no le resuelva los problemas. Por eso termina apelando a la anti-política, como si por ese sendero fuéramos a encontrar solución alguna.

Efectivamente, la política sola no alcanza. Como no alcanzan los esfuerzos solitarios de los estados, de las ONG, de las organizaciones políticas juveniles y mucho menos de los sectores políticos ocupados por representarse en cargos públicos.

La política se convierte en la principal víctima de una sociedad acobardada por dos males palpables de manera cotidiana y que no tienen ni tendrán soluciones mágicas: la violencia social y la inequidad social.

Una cosa no es consecuencia de la otra pero son primas hermanas. Y en cuanto hay una profundización de las desigualdades (que no son solamente económicas sino también culturales y de inclusión) habrá cada día mayor violencia. Y esa violencia traerá, como lo vivimos a diario, problemas de toda índole que destrozan los tejidos sociales: centenares de miles de personas frustradas por su exclusión, cuya vida cotiza para ellos mismos por debajo de la nada y que vuelve al resto de las vidas menos valiosas aún; una marea de chicos predispuestos a elegir el camino del delito antes que el del trabajo, porque aprendieron que la vida es corta y que mañana no saben si van a existir; y organizaciones criminales encabezadas por el narcotráfico que se sirven de esa levedad para usarlos y tirarlos. Los “soldaditos” mueren a balazos entre ellos, o en manos de la policía, en cuyo cuerpo se ubica también la complicidad con los grupos criminales organizados.

“La inseguridad” que mata, roba y maltrata al “laburante” es apenas una arista de la violencia. También nos aqueja la escalada sangrienta de asuntos que se resuelven entre conocidos a balazos, puntazos o golpes, porque ocho de cada 10 homicidios se cometen entre conocidos. El incremento demencial de accidentes automovilísticos. O el crecimiento de la violencia familiar que se expresa casi a diario en decenas de chiquitos atendidos en las guardias de los hospitales públicos, y en una desesperante crecida de la violencia de género.

Pero… ¿Esta realidad nació de un repollo? ¿Esto que somos, es consecuencia de la inacción de la política?

Es cuanto menos injusto decir eso. Es una generalización intencionada que procura dos cosas: primero desanimar al ciudadano y, en segundo lugar, terminar con la confianza en la política. Un ciudadano desanimado no tiene defensas. Una sociedad alejada de la política no tendrá herramientas colectivas para defenderse.

Y es aquí donde vale la primera reflexión: Santa Fe y toda la Argentina tiene niveles de desigualdad y violencia porque entre la dictadura y los ‘90, al poder lo ejercieron los hombres que representan la anti política y, con sus planes mágicos, acabaron con millones de puestos de trabajo, introdujeron la corrupción como regla en la administración del estado y, en el nombre de los números fiscales, establecieron al empleo público que incluye a docentes, médicos, enfermeros, policías, porteros, asistentes sociales y todos los trabajos que signifiquen la prestación de servicios públicos en ciudadanos de “clase B”. Eso también fue una inyección de desigualdad y deliberada violencia moral.

Así vaciaron el Banco de Santa Fe y se lo vendieron a los Hermanos Rhom. Así liquidaron la empresa provincial de Aguas en un negociado que terminó en la reestatización y en un juicio que vamos a pagar todos. Así desguazaron a la EPE. Así desinflaron las escuelas públicas, las abandonaron ediliciamente. Así fomentaron el desgano de los docentes a los que sometieron a un régimen nazi de asistencia. Así destruyeron la salud pública. Así dejaron de hacer obras públicas (salvo aquellas que escondieron monumentales comisiones para los empresarios socios) y se produjeron tragedias evitables como la inundación de abril de 2003 en Santa Fe. Y cuando la cosa se complicó, no dudaron en reprimir, como a los bancarios en 1996 cuando marcharon contra la privatización, o contra los militantes sociales, como en diciembre de 2001 en Rosario, donde murieron a mano de la violencia del Estado, la mitad de las víctimas que fallecieron en la Plaza de Mayo de Buenos Aires.

Esa es la anti política y nuestro presente es la consecuencia de sus prácticas.

Es probable que los  hombres y las mujeres que conducen los destinos de Santa Fe no hayan cubierto las expectativas de “la gente”. Es probable que sean adecuados algunos reproches y ciertos enojos. Pero nada de lo que arriba describo es la consecuencia de sus accionares, sino todo lo contrario.

Se podrán quejar de los hospitales, de las escuelas y de algunos malos funcionamientos del Estado pero nadie puede discutir que se está haciendo un proceso de inversión inédito, que incluyó la rejerarquización de los Empleados públicos en todas sus categorías.

Se podrán quejar de la inseguridad, pero no existe fuerza única que alcance en pocos años a revertir la violencia social, ni a combatir las organizaciones criminales internacionales con las anémicas fuerzas locales, ni a modificar la conformación de una policía que creció a base de corrupción y agentes que se incorporan a la fuerza como última alternativa, sin ninguna vocación y escasa formación.

Se podrán quejar de la demora en las obras públicas, pero están en marcha. Y muchas de ellas ya son realidad, como la protección para más de 100.000 capitalinos que vieron las últimas lluvias televisadas maliciosamente por TN sin que sus casas y sus calles se inundaran, como lo hicieron siempre.

Se podrán quejar de las avaricias y las internas y las peleas entre ellos, y sí: hay razones para reprocharles a algunos dirigentes que piensan más en ellos que en la gente en momentos en que no hay lugar para los egos y las ambiciones individuales desmedidas. Pero es injusto generalizar, hay muchos que trabajan a destajo para que la realidad mejore. Y cuando digo muchos, digo sin dudarlo, que son la inmensa mayoría.

¿Cuál es, entonces, el “modelo” que vamos a elegir el 14 de junio para buscar soluciones a esos problemas? ¿Existe algún ejemplo exitoso de resolución de esos problemas en la Argentina del siglo XXI? ¿Es posible hacerlo por afuera de la política, desde el estado? ¿Se pueden extirpar esos tumores en manos de gente que no solo tiene manifiesta incapacidad para resolverlos, sino que fue gestora de nuestros peores males?

La violencia y las desigualdades fueron creciendo en Santa Fe y en Argentina, a pesar de las políticas públicas. Pero no nos queda otro camino que insistir en lo que se viene haciendo: más cultura, más educación, mejores docentes, recuperar a los chicos que abandonan la escuela, hospitales, Centros de Salud en los pueblos, atención a los excluidos, obras de servicios esenciales como el agua y el gas que no llegan a casi todo el centro-norte de la provincia…

Insistir con la política, exigiéndoles a quienes la ejercen en los cargos públicos mayor celeridad y eficiencia, pero sin dejar de asumir que fuimos nosotros mismos -los ciudadanos “de a pie”, “la gente común”- los que permitimos que nos hicieran durante décadas los desastres que nos hicieron, y cuyas consecuencias pagamos hoy con violencia y exclusión, con una enorme desigualdad.

De nada valdrán las caras nuevas, los famosos enlatados, los discursos mágicos, si detrás de ellos vuelven las recetas que nos volvieron una sociedad enferma.

Ahora que nos empezamos a curar, sería una locura retroceder. Los resultados de los gurúes de los ‘90 ya hicieron demasiado daño.

Somos nosotros, también, los responsables de hacer una cosa o la otra. Y hay que sacudir la indiferencia del vecino, calmar la bronca del que espera soluciones mágicas, explicarle a cada familiar,  informar a cada amigo y comunicar, en cada conversación, lo que se pone en juego.

Somos nosotros, también. Los que definimos el futuro.

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