“El niño de la burbuja”, el nene que se fue del mundo sin haberlo tocado
David Vetter nació con una rara afección inmune. Para protegerlo de virus y bacterias, lo confinaron en una cámara de plástico.
Esta es una historia triste. No hay modo de encontrarle un costado amable a la vida de un niño que, al nacer, fue colocado en una cámara de aislamiento y se mantuvo así durante 12 años: encerrado, hasta su muerte, sin sentir las caricias de sus padres. Viendo todo a través de la frialdad de un plástico.
David Phillip Vetter nació hace 50 años, el 21 de septiembre de 1971, en el Texas Children’s Hospital, en Houston, Estados Unidos, y quedó inmortalizado como el niño de la burbuja, el nene que se fue del mundo sin haberlo tocado.
Su vida breve, de 12 años, 5 meses y un día, está hoy contada en documentales, en filmes (el más emblemático, de 1976, con un John Travolta de aire adolescente) y en al menos cinco libros que abordan su caso con distintos enfoques: histórico, ético, médico, pedagógico, psicológico y tecnológico.
En los distintos relatos, hay datos duros: David nació con una Inmunodeficiencia Combinada Severa (IDCS), un raro trastorno congénito que lo hizo vulnerable al ataque de cualquier microbio. Por eso el aislamiento extremo. La esterilización total.
LAS INMUNODEFICIENCIAS PRIMARIAS TIENEN UNA INCIDENCIA DE APROXIMADAMENTE UN CASO CADA 50 MIL NACIDOS. Y SE ESTIMA QUE EN LA ARGENTINA NACEN CADA AÑO UNOS 15 NIÑOS CON ALGUNA DE ELLAS.
Matías Oleastro, médico inmunólogo del Garrahan
Matías Oleastro, jefe de Clínica en Inmunología, del Servicio de Inmunología y Reumatología del Hospital Garrahan, cuenta que “las Inmunodeficiencias Combinadas Graves (IDCG) o Severas (IDCS) representan una categoría de Inmunodeficiencias Primarias (IDP), y están caracterizadas por un defecto profundo en las defensas denominadas linfocitos T y linfocitos B”.
Oleastro también traza un panorama local de estas afecciones: “Las inmunodeficiencias primarias tienen una incidencia de aproximadamente un caso cada 50 mil nacidos. Y se estima que en la Argentina nacen cada año unos 15 niños con algunas de ellas”.
David Vetter en la burbuja aislante que le construyeron en la casa.
Una familia bajo la lupa
Además de datos médicos, en las semblanzas biográficas de David Vetter hay hechos que aún hoy generan debate. Antes de su nacimiento, sus padres (Carol Ann y David J. Vetter Jr.) tuvieron a Katherine, la primogénita, en 1968.
Dos años después, a David Joseph, que padeció IDCS. Con él intentaron un tratamiento mediante un trasplante de médula ósea. La donante fue su hermana Katherine, que tenía cierta compatibilidad, pero la estrategia no resultó. A los 7 meses, David Joseph murió.
Apenas unas semanas después, los Vetter anunciaron que estaban esperando otro bebé, pese a que los médicos John Montgomery, Mary Ann South y Raphael Wilson del Baylor Medical Center de Texas, les habían advertido que cualquier hijo que concibieran tendría un 50 por ciento de probabilidades de padecer IDCS.
En una nota de la revista People, que salió publicada varios años después, Carol Ann contó detalles sobre las motivaciones que tuvo el matrimonio en ese momento: “La decisión de tener otro hijo vino de nuestro corazón y de nuestra mente. No estábamos tratando de llenar un vacío, de reemplazar al hijo que acabábamos de perder. Decidimos poner nuestra confianza en Dios. Pase lo que pasara, para nosotros pensar en un aborto terapéutico habría sido imposible. Nuestra elección fue muy simple: tener un hijo o no tener un hijo”.
Así llegó David Phillip al hogar de los Vetter, con medidas especiales listas para implementarse apenas se produjera el parto. Con una cámara de plástico transparente, estéril y aislante, acondicionada para colocarlo allí en cuanto naciera. Luego de varias pruebas médicas se confirmó que también tenía IDCS.
El reverendo Raymond Lawrence, director de Educación Pastoral del Texas Children’s Hospital, contó en un documental que los Vetter “fueron alentados a concebir y llevar el embarazo a término y guiados para confiar a fondo en la medicina”.
David Vetter junto a su madre, Carol Ann. Ella tuvo que capacitarse para poder instalar la cámara aislante en su casa y estar más cerca de su hijo.
El camino elegido
La religión y la ciencia tuvieron un extraño cruce en la vida de David. Sus padres, estrictos católicos, aceptaron sin dudar las decisiones de Raphael Wilson, un inmunólogo del Centro médico de la Universidad de Texas, que también era un miembro laico de una congregación cristiana y quien se hizo cargo de su bautismo.
Wilson –que hace tres años enfrentó cargos por abuso sexual de dos menores en décadas pasadas– pensaba que podría mantener con vida a David si lo aislaba así, en una “burbuja de plástico”, hasta que pudiera intentar el fortalecimiento de su precario sistema inmune con un trasplante de médula ósea en el que se involucraría, nuevamente, a su hermana Katherine. Al poco tiempo confirmó que la nena no era una donante viable. Y el plan se canceló.
Entonces, el aislamiento temporario se transformó en un modo de vida permanente. La cámara de plástico se convirtió en el hogar de David. Y en el único camino posible para mantenerlo a salvo de cualquier microbio que, en su cuerpo, sería letal.
Wilson se puso a cargo de un acontecimiento médico sin precedentes, financiado por el Estado. Nunca se había hecho algo similar: aislar a un bebé en un compartimento sintético, desde su nacimiento y sin el contacto físico de sus padres, de su familia.
No había antecedentes. No se sabía qué podría pasar. Lo único que estaba claro para los médicos es que había que esperar a que la ciencia médica ofreciera una solución para el problema de la Inmunodeficiencia Combinada Severa. O al menos una alternativa para poder sobrellevarla. Hasta ese momento, sólo existían pocos casos de bebés que habían tenido trasplantes de médula exitosos para ese tipo de cuadros.
DAVID ERA UN SUJETO DE INVESTIGACIÓN ADEMÁS DE UN PACIENTE, Y ESOS DOS ROLES SE VOLVIERON BORROSOS.
James H. Jones, profesor de la U. de Harvard
El chico de la burbuja de plástico. Película con John Travolta, estrenada en 1976.
Un niño o un experimento
Mientras David crecía, Wilson y otros inmunólogos tuvieron la posibilidad de estudiar a fondo la IDCS. Y varios psicólogos aprendieron de primera mano sobre los efectos de un confinamiento. Los hematólogos también recolectaban información valiosa. Allí se planteó entonces un problema ético.
El historiador en temas médicos James H. Jones, profesor emérito de la Universidad de Arkansas, en los Estados Unidos, lo definió sin vueltas. “David era un sujeto de investigación además de un paciente, y esos dos roles se volvieron borrosos”, dijo.
Durante dos años, el niño vivió en una cámara especial donde circulaba aire libre de gérmenes. Su ropa, juguetes y libros eran sometidos a un proceso riguroso de esterilización. No era para nada fácil la vida en ese lugar.
Su hogar transparente era muy ruidoso: tenía compresores de aire muy poderosos que a veces dificultaban la comunicación entre David y sus padres, quienes sólo podían hacer contacto físico con su hijo colocando sus manos en guantes de neoprene que estaban estratégicamente ubicados en las paredes de la cámara plástica.
A causa del aislamiento, David tenía pesadillas: soñaba que lo atacaba el rey de los gérmenes.
En su interior se crearon espacios para actividades de recreación y de estudio. Tenía una sala de juegos y un sector desde donde podía ver un televisor.
Cuando cumplió 3 años, sobrevino el primer cambio importante. El equipo médico que tenía a cargo su supervivencia/aislamiento decidió construir otra “burbuja” en la casa de los Vetter para que pudiera pasar más tiempo en medio de una atmósfera hogareña.
A esa altura, el nene se iba convirtiendo en una celebridad. Si bien no se revelaba su apellido (eso se hizo una década después de su muerte), se hablaba cada vez más de su caso en los noticieros de televisión.
Los Vetter trataban de que llevara una vida lo más feliz posible. Solían invitar a sus compañeros de escuela y a los hijos de vecinos para que jugaran con él.
Cuando cumplió 4 años, algo de esa felicidad se diluyó. Por descuido, quedó dentro de la cámara un objeto punzante: el nene lo tomó y comenzó a hacer agujeros en las paredes de su cámara. Esto puso en riesgo su vida.
A la vez, un equipo de psicólogos trabajaba para mitigar su cansancio y sus temores. Por momentos, se lo veía deprimido. Y ese era sólo el comienzo de señales inequívocas del efecto del aislamiento. Tenía pesadillas. Soñaba repetidamente con “el rey de los gérmenes”, que lo amedrentaba y lo angustiaba.
Sus padres hacían muchos esfuerzos para contrarrestar esas sensaciones. Incluso llegaron a organizarle una reunión para proyectar El retorno del Jedi. David era fan de Star Wars y le gustaba compartir ese fanatismo con sus amigos. Por eso, en varias de las fotos que documentan su encierro se lo puede ver con remeras de los personajes de esa saga.
Un astronauta en el jardín
En 1977 ya era popular y la NASA se interesó en su particular modo de vida. Un equipo técnico le construyó un traje espacial, altamente aislante, a medida. En dos ocasiones se lo puso para recorrer su jardín. Pero luego no quiso usarlo más: le tenía mucho miedo a los microbios.
Las imágenes de sus paseos como “astronauta” lo hicieron más popular aún. Pero eso no mejoraba su ánimo.
El trasplante que falló
Cuando su equipo médico dio un paso al costado y llegaron otros profesionales, regresó la idea del trasplante de médula ósea y de que la donante fuera su hermana Katherine. Nuevos procesos de trasplante que se habían desarrollado en esos años indicaban que no era preciso que hubiera una compatibilidad exacta entre donante y receptor.
La operación se hizo. Pero algo salió mal. Katherine le traspasó un virus que enfermó gravemente a David. Tanto que hubo que sacarlo de su “burbuja” para darle asistencia.
Dos semanas después, el 22 de febrero de 1984, murió. Carol Ann, su madre, contó que durante esa última internación pudo tomar la mano de su hijo, por primera vez, sin paredes plásticas de por medio.
Tras la muerte de David, sus padres se separaron. Carol Ann se casó con Kent Demaret, el periodista que la ayudó a escribir un artículo en People.
David J. Vetter Jr., por su parte, siguió viviendo en Shenandoah, Texas, donde fue alcalde desde 1996 hasta 2005 y donde está la casa que tenía la famosa “burbuja”.
John Travolta interpretó a Tod, un joven aislado como David y que se enamoraba de una chica.
Las terapias, hoy
El experto Matías Oleastro comenta que “sin tratamiento, el pronóstico de estas afecciones no es nada favorable dadas las rápidas infecciones severas que se van desarrollando pero que, en estos días, con un diagnóstico oportuno y precoz, esa situación se puede revertir a través de estrategias terapéuticas que se ponen en marcha para generar una reconstitución del sistema inmune defectuoso”.
Hoy, estos niños tienen la opción de terapias génicas. El tratamiento estándar es el Trasplante de Células Hematopoyéticas Progenitoras,TCHP (células que dan origen a los componentes celulares de la sangre donde se encuentran las células del sistema inmune), obtenidas de un donante sano, familiar o voluntario compatible.
“Las probabilidades de éxito y curación mediante esta metodología ronda aproximadamente entre un 80 a 90 por ciento. Si se obtiene una reconstitución inmunológica óptima, los niños pueden posteriormente desarrollar una vida normal, por lo general sin mayores restricciones. En el Garrahan tenemos una amplia experiencia en TCHP”, alienta Oleastro.
David Vetter no pudo sobrevivir a la espera de los avances de la ciencia. Sus médicos apuraron un tratamiento porque vieron que ya no podía más.