Está gestando mellizos, pero va a ser papá
“Estar embarazado no va en contra de mi masculinidad”. Se llama Ian Alejandro Rubey, es licenciado en Ciencias Biológicas y vive en Puerto Madryn.
Está en la semana 33 de gestación y como no se extirpó las mamas su deseo es amamantar a sus hijos. “Me dieron licencia por maternidad pero voy a ser papá”, cuenta él a Infobae. ¿Por qué nada de eso, asociado a “lo femenino”, afectó su identidad de género?
Son las 8 y media de la mañana de un jueves de invierno patagónico y en Puerto Madryn, donde vive, el sol no salió. Ian Alejandro Rubey, igual, enciende la cámara y aparece del otro lado con una sonrisa de primavera. Tiene el pelo corto y rapado a los costados y la barba le rodea la cara, de patilla a patilla. Así, a simple vista, es un varón y punto, pero Ian está sentado, y hay un detalle que no se ve en cámara: apenas debajo del escritorio se despliega, inmensa, la panza en la que está gestando a sus mellizos.
Ian Rubey tiene 31 años y está embarazado de 33 semanas lo que significa que, a lo sumo, sus hijos nacerán a comienzos de agosto. Es un varón trans, también es licenciado en Ciencias Biológicas, y así lo conocieron sus alumnas y alumnos del colegio secundario en el que trabaja.
Su deseo no era sólo gestar a sus hijos sino tenerlos por parto vaginal y amamantarlos y ahora, mientras acaricia a su gata Branca, cuenta a Infobae cómo llegó a comprender que nada de eso atentaba contra su masculinidad.
En estado puro
“Cuando vuelvo a las fotos de mi infancia me doy cuenta de que tuve la posibilidad de conectarme mucho con quien yo quería ser. Veo las fotos y digo ‘mirá, ahí estaba ese niño más allá de que lo llamaran con nombre de mujer”, cuenta él.
Eran los 90 y todavía nadie sabía lo que era ser un varón transgénero, por lo que Ian creció como una chica. Como siempre había tenido una expresión más bien masculina y le gustaban las mujeres asumió que no podía ser otra cosa que lesbiana y así se lo contó a su mamá, en plena adolescencia.
“Fue todo un drama”, recuerda él ahora. Tenía 15 años, era hija única, “y sentí que estaba lastimando a alguien muy importante para mí. Así que a partir de ese momento dejé de lado todo lo que me pasaba e intenté feminizarme lo más que pude”. ¿Por qué? ¿Cómo?
Aunque no estaba escrito en ningún lado, se suponía que era una chica y la llamada “heteronorma” (la que dice que lo normal es heterosexual) indicaba que a las chicas tenían que gustarles los chicos. “Así que pasé por varias relaciones con varones súper frustradas. Evidentemente no me fue muy bien, fue una época muy fea de mi vida, muy angustiante”.
Ian recuerda el malestar en el cuerpo pero también la sensación de no terminar de entender qué le pasaba. Arrancó la carrera universitaria todavía echando baldes de arena para ahogar todas aquellas dudas pero los cuestionamientos resurgieron, no casualmente, cuando empezó a participar de agrupaciones feministas.
“Empecé a preguntarme ‘¿y yo qué quiero hacer de mi vida?’”, sigue. La respuesta no llegó tras un pase de magia sino que se fue develando en etapas. “Primero volví a conectarme con esa expresión de género masculina que había tenido en la infancia. Me gustaban las chicas, siempre me habían gustado, y ahora sí volví a contárselo a mi madre pero ya desde otro lugar. Ya no era una adolescente sino una persona con autonomía que no estaba dependiendo de su madre para sobrevivir”.
Tenía 25 años, estaba en pareja con una joven y, abiertamente lesbiana, se suponía que ya había entendido quién era. “Sin embargo, muchas personas que no me conocían me leían como un varón. Lo loco era que a mí no me molestaba, lo mismo que me había pasado en la infancia”.
Fue una amiga de su círculo de confianza quien le hizo, amorosamente, las preguntas que necesitaba escuchar: “¿Seguro que te sentís mujer? ¿de verdad estás conforme con este género?”.
Ya era 2016 cuando las preguntas cayeron sobre tierra fértil. El contexto social, además, era favorable. Ya hacía 5 años que un joven llamado Alejandro Iglesias había contado en Gran Hermano que era un varón trans y su deseo era ganar el reality para pagarse la mastectomía (la extirpación de las mamas) y la faloplastia (la creación quirúrgica de un pene). Había, además, activistas, youtubers e influencers trans que habían empezado a hacer visibles sus historias por todo el mundo.
Ian tenía 27 años cuando entendió que el tema no era su orientación sexual (si le gustaban las mujeres o los hombres) sino su identidad de género (si se percibía mujer o se percibía hombre). Es decir, cuando entendió que no era una chica lesbiana sino una masculinidad trans.
La respuesta a todo aquello, sin embargo, llegó muy cerca de la edad que suele aparecer como un tope para la fertilidad. La edad en la que se supone que el “cuco” del reloj biológico empieza a correr cada vez más rápido. “¿Podía ser varón y gestar un bebé? ¿Cómo, si se supone que el tándem vagina -útero- tetas “es lo más maternal y femenino del mundo”?
Estás embarazado
La sensación, al menos la primera, es que estaba obligado a abandonar un deseo en nombre de otro.
“Quería formar mi familia pero no se me ocurría pensar en gestar, precisamente porque lo asociaba con la idea de ser mujer”, desanda. “Yo estaba intentando apropiarme de mi identidad masculina y hacerla parte total y absoluta de mi vida, me estaba inyectando testosterona. No me cuadraba ni por casualidad que se podía ser hombre y estar embarazado, al contrario, sentía que iba a ir en desmedro de mi masculinidad”.
Que otros varones contaran y mostraran sus historias como padres gestantes fue, para él, la puerta de entrada a esto que es: un papá que gesta, un papá que va a dar la teta. Ian, entonces, empezó a seguir en las redes sociales a dos hombres trans españoles que estaban embarazados “y vi que por más que tuvieran una panza de 8 meses su identidad no cambiaba. Eran ellos, seguían siendo ellos”.
Ya hacía tiempo que Ian había iniciado su transición y que se inyectaba testosterona cada tres meses. Así había logrado, entre otras cosas, engrosar su tono de voz, que le creciera la barba, poner en pausa la menstruación. Sabía sin embargo, que para buscar un embarazo a través de un método de reproducción asistida iba a tener que dejar la testosterona para recuperar el ciclo menstrual.
“No fue un problema porque mi identidad de género masculina ya estaba muy arraigada”, explica, y se refiere a que, a esa altura, su identidad no dependía de una barba, del timbre de voz o del impacto emocional que pudiera provocarle tener que volver a usar “toallitas femeninas”.
Pero había más: ¿quería tener un hijo sin estar en pareja? Si es mucho trabajo de a dos, ¿iba a poder hacerlo solo? “Yo no tenía pareja cuando empecé a pensar en ser padre, tampoco quería vincularme con alguien así, o sea, buscar a alguien solo para poder tener un hijo”, cuenta.
Tener un título universitario y dos trabajos (porque además de ser docente de Biología y Matemáticas, trabaja en la Secretaría de Educación, Cultura y Deportes de la municipalidad de Puerto Madryn) le aportaron la idea de autosuficiencia que necesitaba: yo puedo, solo también puedo.
Para eso, y no únicamente para llegar a fin de mes, se habla de la importancia de que las personas trans tengan acceso a trabajos registrados. “En mi caso, el trabajo me permitió proyectar qué quería para mi vida”.
Era noviembre de 2021 cuando Ian decidió suspender la inyección de testosterona que le tocaba. Cuatro meses después recuperó su ciclo menstrual. El plan de su médica era intentar, al menos para empezar, con un tratamiento de baja complejidad con esperma donado.
Lo primero que sucedió, sin embargo, fue el clásico “pero” de su obra social. “Me pidieron un estudio psicológico completo. No sé bien por qué fue, si porque era un varón el que estaba buscando embarazarse o porque yo era una persona sola. Hasta ese momento mi obra social no admitía que personas que no estuvieran en pareja y que no tuvieran un problema de fertilidad accedieran a los tratamientos”.
Su psicóloga dijo “de ninguna manera”. Ian, además, sabía que eso iba en contra de la Ley de fertilidad y de la Ley de Identidad de Género así que contó en la Defensoría Pública local lo que le estaba pasando. “Siempre jugando con esto de que vos no sepas y dejes tu deseo de lado”, opina. Intervinieron las abogadas y al mes lo llamaron para decirle que estaba todo aprobado.
Le hicieron la estimulación ovárica – “que es todo al revés de lo que venía haciendo, porque me inyectaron hormonas femeninas”, dice, y hace comillas con los dedos- y, en la fecha indicada, le hicieron la inseminación. “Es raro pero unas horas más tarde yo sentí que ya estaba sucediendo”, sonríe.
Pocos días después su doctora recibió los análisis y dijo las palabras que confirmaron la sensación: “Con estos resultados quiero decirte que estás embarazado”. Era 20 de diciembre cuando Ian reenvió el mensaje a sus amigas, a sus amigos, a su mamá. Había quedado embarazado en el primer intento.
Dos semanas después fue con una amiga a hacerse la primera ecografía. “Aia”, dijo ella apenas vio el monitor. “Yo veía que había como dos partes, y en mi mente dije ‘bueno, lo de abajo debe ser el diafragma’”, se ríe. Claro que no era el diafragma, eran Manuel y Yanay Almendra, los mellizos que están a días de nacer.
“Estar embarazado no va en contra de mi masculinidad, ni siquiera con esta panza de 8 meses”, sostiene él. De hecho, a diferencia de otros hombres trans, Ian no se hizo la doble mastectomía, por lo que tiene pensado amamantarlos “al menos por un tiempo, hasta que necesite volver a recuperar mi cuerpo”.
En los dos trabajos tendrá una licencia extendida por gestación múltiple “aunque lamentablemente todavía se llama licencia por maternidad, cuando está claro que yo no voy a ser la madre sino el padre, que le estoy poniendo el cuerpo a la paternidad”.
Aquello de tener un hijo solo, al final, fue tomando formas nuevas con el correr de los meses, porque ya embarazado, Ian se puso en pareja con Patricia, una joven de Buenos Aires que decidió mudarse a Puerto Madryn pronto para acompañarlo en la crianza. “Como que nos encontramos dos personas que estábamos deseando lo mismo en el mismo momento, ¿no?”, se despide él, con la sonrisa de primavera y a punto de que la vida, otra vez, se ponga patas arriba.