FALLECIÓ LA ESCRITORA ENTRERRIANA MARIA ESTHER DE MIGUEL
La reconocida escritora argentina María Esther de Miguel, oriunda de Larroque y de 74 años, falleció ayer en Capital Federal, como consecuencia de una penosa enfermedad. Los restos de la autora de numerosos y exitosos libros, serán trasladados a Entre Ríos. En principio, serían sepultados mañana en el cementerio de Larroque, tal como había sido su pedido, según se indicó a ANALISIS DIGITAL.
En Larroque viven aún un hermano menor de la escritora -que es empresario- y sus hijos. Allí también se encuentra la casa paterna de María Esther, que hace unos dos años decidió regalar a la Municipalidad de Larroque y que actualmente es considerado patrimonio cultural del pueblo, ubicado a no más de 60 kilómetros de Gualeguaychú y que, en principio, pasara a la historia por ser la tierra natal de Alfredo Yabrán. La casa se denomina “La tera” y cuenta con una amplia biblioteca, en buena parte donada por la escritora entrerriana.
María Esther de Miguel había trabajado arduamente en la docencia y en el periodismo. Ganó el Premio Emecé de novela en 1961 por “La hora undécima”; el Premio Fondo Nacional de la Artes y Municipal en 1965 por “Los que comimos a Solís”; el Primer Premio Municipal y el Premio de Cultura de la Provincia de Entre Ríos en 1980 por “Espejos y Daguerrotipos”; el Premio Feria del Libro en 1994, el Premio Silvina Bullrich en 1995, el Premio Nacional del Literatura en 1997 por “La amante del Restaurador”, y el Premio Planeta 1996 por “El general, el pintor y la dama”. Recibió también la Palma de Plata del Pen Club, el Konex de Platino para cuento y el Premio Dupuytrén. fue directora del fondo Nacional de las Artes.
Había dicho alguna vez: “¿Qué decir de mí? Que fue en un pueblo pequeño y polvoriento de Entre Ríos -Larroque- donde, apenas comenzado el segundo cuarto de este siglo, nací un día de Todos los Santos “para servir a usted”, como me enseñaron a decir; que dos ríos distintos poblaron mi sangre: una vertiente se remontaba a Soria, en Castilla la Vieja; la otra se perdía en los campos de Betsarabia; que desde pequeña supe que mi destino era ser “cuentera”, como me decía mi mamá, para compartir el mundo con los demás, y por eso escribí novelas y escribí cuentos entre los que están La hora undécima, Puebloamérica, Calamares en su tinta, Los que comimos a Solís, Jaque a Paysandú, La Amante del Restaurador, Las batallas secretas de Belgrano, El general, el pintor y la dama, En el otro lado del tablero; que algunos premios y muchísimos lectores me dan ánimos para seguir, mientras las velas ardan.”
Un extenso reportaje
Entre 1998 y 1999 llegó a ser la escritora argentina más leída del país. El diario Clarín, entre otros medios, le hizo una extensa nota, en 1999, que aquí reproducimos, como homenaje a su reconocida tarea.
La mañana es cálida, prototipo de este verano porteño: sol rajante que en dos horas puede convertirse en cielo gris, diluvio y estampida. A las once en punto, los ojos más azules que pudo haber soñado el mar abren la puerta de un segundo piso en Coronel Díaz al dos mil y pico. Primer dato: María Esther De Miguel -treinta y ocho años de trayectoria en la literatura, ex directora del Fondo Nacional de las Artes, miembro del consejo de la Fundación El Libro y best- séller indiscutido del mercado editorial argentino- prefiere que la entrevisten en su casa, al amparo de una biblioteca en la que libros de historia devoradores de anaqueles dejan poco espacio para otros temas. La sonrisa blanquísima se queda poco tiempo en el umbral. “Pasá y sentáte nomás”, dice la mujercita y señala unos sillones ubicados frente a un ventanal que garantizaría al ambiente la bendición inmobiliaria de “muy luminoso”. A continuación dispara una serie de preguntas que por dos minutos cambian los roles: “¿Sos casada? ¿Tenés hijos? ¿Pareja?”. Dos “no” y un “no pero…” recomponen el tablero del reportaje y aportan un segundo dato: María Esther De Miguel es una curiosa incorregible.
Hija de una familia atea, para desesperación de sus padres (un inmigrante español con un tío obispo en los anales y una madre de origen judío), a los 17 años era la versión entrerriana de Winona Ryder en el filme Mi madre es una sirena, apilando libros de vidas de santos sobre su mesa de luz. Cuando la pila de santorales llegó al techo, María Esther se dijo: “Si Dios existe hay que ver dónde está”, e ingresó a la congregación de los Paulinos. La búsqueda tragó diez años e incluyó clases en Filosofía y Letras, trabajo social como maestra rural, colaboraciones periodísticas y una beca en Italia para seguir estudiando literatura. El regreso fue borrón y cuenta nueva. Dejó el instituto religioso y se enroló en la literatura.
Su primer libro, La hora undécima, vino con un premio bajo el brazo (Emecé, 1961). Se casó, se afianzó como colaboradora del diario La Nación, publicó otros libros y con Jaque a Paisandú, una novela de 1983, De Miguel ancló en una especie literaria de autonomía discutida y ventas suculentas: la “novela histórica”. En 1996 ganó el Premio Planeta por El general, el pintor y la dama, donde “el general” no es otro que el vencedor de Caseros, Justo José de Urquiza, y un año después, el Premio Nacional de Novela 1992-1995 por La amante del Restaurador, un libro de 1993 que hace pie en la siempre urticante figura de Juan Manuel de Rosas.
Hoy María Esther De Miguel vive de la literatura. Es la escritora argentina más leída con un promedio de 50.000 ejemplares por título en los últimos seis años. Escribe sin horario y con computadora. Lee con voracidad, “empezando por el diario, que es sagrado”. Prefiere el verano y el sol a cualquier otro estado del alma y se queja coquetamente porque la fotografían ahora “y no cuando tenía 20 años”. Descree de lo que otros llaman fama y que para ella es sólo poder sentirse una “escritora profesional” y habla con entusiasmo de quinceañera de su última novela: Un dandy en la corte del rey Alfonso. Editado por Planeta a mediados de diciembre, el libro, que ya vendió 20.000 ejemplares, es un tour de lujo por distintos escenarios europeos tras los pasos de Fabián Gómez y Anchorena, un aristócrata porteño nacido en 1850, que se codeó con la nobleza y fue amigo personal del rey español Alfonso XII.
-En un contexto como el argentino, donde la farándula tiene tanto peso, ¿escribir sobre un dandy tiene algún atisbo de lectura de época? -Bueno, tal vez sí. Las ideas y las asociaciones no son neutras ni aparecen porque sí. Basta ver las playas: Punta del Este, Pinamar… están llenas de dandies. Faroleros, bah. La figura forma parte de nuestro imaginario colectivo, eso es claro. Hablo del dandy como sinónimo del playboy: un hombre mundano, frívolo, al que le gustan la moda, la figuración y la vida social. Los nombres que se les da cambian con el tiempo, pero la figura sigue existiendo y para algunos es un modelo atractivo o interesante, un modelo a imitar.
-¿Qué lo hizo atractivo para usted? -La idea tiene muchos años, en realidad. Yo conocía la leyenda de Fabián Gómez y Anchorena, un “niño de oro” de la sociedad porteña del siglo pasado, por comentarios de algunos amigos. Su padre era un Gómez de mucho prestigio, que venía de una familia tradicional de Santiago del Estero. Los Gómez habían tenido incluso, un título nobiliario -condes del Castaño- que fue eliminado por la Asamblea de 1813 y que, hacia fines del siglo XIX, Fabián recuperó gracias a su amistad con Alfonso XII. Por el lado materno, además, era un Anchorena. Tanto apellido, sumado a su fama de señorón derrochador y espléndido, y a una vejez de olvido y de miseria, hicieron de él un personaje de culto para ciertos sectores. A mí me intrigaba que más allá de la leyenda nadie hubiera explicado los porqués de su vida: por qué dejó Buenos Aires y se fue a vivir a Europa, el origen de su relación con la nobleza española y por qué murió sin ruido un hombre famoso por sus fiestas y su enorme fortuna. Así que me propuse rastrear datos concretos, buscar sus razones…
-¿Las encontró? -Creo que sí. Siendo muy joven, tenía sólo 19 años, Fabián se enamoró de Josefina Gavotti, una prima donna italiana que vino para actuar en el Teatro Colón en 1869. La mujer lo doblaba en edad y para colmo era artista. Por supuesto, su familia se opuso a la relación. Pero se casaron a escondidas y se fugaron a Florencia. Fabián compró un palazzo y vivieron como príncipes por un tiempo. La relación no anduvo, sin embargo. Cuando la cosa no daba para más, llovió un dato del cielo: resulta que la señora era casada antes de conocer al mocito y por lo tanto, su matrimonio con Anchorena era nulo. Con la anulación matrimonial en marcha y la Gavotti al margen, Fabián partió a París, donde se codeó con la alta sociedad y conoció a la reina Isabel II y a los demás miembros de la corte española en el exilio, que esperaban la caída de Amadeo de Saboya y su mujer, intrusos en el trono de España. Con el tiempo, Fabián se hizo amigo íntimo de Alfonso, el príncipe de Asturias, y cuando llegó la Restauración, en 1874, partió a Madrid con su amigo convertido ya en el rey Alfonso XII.
-¿Piensa que un escritor puede abordar ciertos hechos mejor que un historiador? -Para mí los historiadores son imprescindibles. Pero no son los dueños absolutos de la historia, y aunque por suerte ya no tienen el empaque tan rígido de otras épocas, creo que los escritores nos sentimos más libres para ir más allá de los documentos. Los españoles, por ejemplo, dicen que “las guerras se hacen con plata, con hombres y con coplas”. Yo incluí varias coplas en este libro porque creo que pintan como nada el sentir popular de una época y sus preocupaciones. Eso las hace valiosas para mí para contar esta historia. En ese sentido, me parece que, historiador o no, todo el que se pone a investigar y lo hace con seriedad aporta lo suyo. Ya José Luis Romero decía que la objetividad absoluta no existe.
-¿Y la “novela histórica”? ¿Existe como especie con características propias? -Yo, en rea
La escritora falleció a los 74 años.
lidad, no creo en los rótulos. No sé qué es la novela histórica. Como tampoco creo que exista eso que algunos llaman “literatura femenina”, estableciendo diferencias entre escritores y escritoras. Simplemente escribo sobre lo que me interesa en un momento determinado. A veces son temas históricos, otras no. Sin embargo, creo que si se pretende contar un hecho histórico hay límites para la ficción. Fabián Gómez y Anchorena existió. Yo lo tomé y le agregué algo. Poco, en realidad, porque no se puede torcer la vida de un hombre cuando se pretende contarla. Es diferente cuando la historia guarda silencio absoluto, como me pasó con el personaje de Nicanor en El general, el pintor y la dama: nunca nadie supo qué había sido de él y entonces yo tuve más espacio para la invención. En el caso de Las batallas secretas de Belgrano, en cambio, recosté absolutamente la ficción sobre la historia y escribí los diálogos de Belgrano basándome en sus cartas.
-¿Qué cree que busca la gente cuando compra sus libros: chismes o conocer mejor la historia? -Pienso que las razones van más allá del chisme a secas, aunque los argentinos, para qué negarlo, somos chismosos. Si el libro está hecho con rigor da algo más. La gente aprende, conoce más de su historia y de ella misma. En la Argentina, casi todos somos hijos o nietos de inmigrantes y compartimos la necesidad de saber quiénes somos y de dónde venimos. La literatura ayuda en esa búsqueda. Elena Garro, la estupenda narradora mexicana muerta en agosto del año pasado que fue mujer de Octavio Paz, contó alguna vez que la criada que la llevaba a la escuela le decía cuando cruzaban la plaza: “Mire señorita, mire los malvones”, y le señalaba los ahorcados de la noche anterior, colgados allí todavía. Los mexicanos vivieron veinte años de revolución, cómo no van a tener una literatura poderosa! Bueno, nosotros también tuvimos lo nuestro. Tuvimos a Facundo y a Rosas y a Pedernera y la muerte de Urquiza… ¿Por qué no nos contaron todo eso con la pasión de la vida? -¿Por qué? -Porque durante mucho tiempo la historia fue sólo un conjunto de números. Si el ejército de Belgrano tenía 3000 soldados, había que saber que el realista había tenido 7000. Y la historia era poco más que eso. Mientras escribía Las batallas secretas de Belgrano me enteré de un episodio de la batalla de Tucumán. Fue un enfrentamiento tremendo, plagado de versiones contradictorias. “General -le decían primero a Belgrano- hemos ganado, están huyendo detrás del río”. Al ratito se acercaba otro oficial con la noticia opuesta: “General, son ellos los que ganan”. Cuando todo parecía terminado y Belgrano estaba por ordenar la retirada, llegó un changuito que venía en burro desde los cerros, huyendo de las balas, y le dijo: “General, no se vaya. Usted ganó, los realistas huyeron”. La anécdota me la contó un médico de familia tucumana: el changuito había sido su bisabuelo. Muchos me dijeron que no era real, que sólo se trataba de una leyenda. Pero yo la incluí pensando: “¿Por qué no puede haber sido así?”. Finalmente, la historia oficial se completa con el testimonio de los anónimos y con los aportes de la memoria colectiva. Eso le da color y sabor. Eso es lo que la hace no sólo historia sino “historia de alguien”, historia de un pueblo.
-¿El hecho de ser provinciana juega algún papel en su forma de entender y de contar la historia? -Y, sí. No es un dato menor. Lo digo no sólo por mis libros sino por lo que veo en otros autores, como Eduardo Belgrano Rawson, que es puntano, o en los primeros textos de Héctor Tizón, un jujeño que también escribió sobre temas históricos. En el interior la vivencia del tiempo es distinta y la historia es algo vivo, que se reencuentra en las charlas cotidianas. Alrededor del fogón, con esos asaditos perversos -que después te revientan el hígado- o con el mate en la mano -que te lo termina de reventar- nos pasamos horas y horas hablando de estas cosas. “Mire que aquella dicen que supo tener hijos del general Urquiza. Ahora están los nietos”, dice alguien. El dato se sigue, se investiga… y ya nació un libro.
-¿Así nomás? ¿No le exige otra cosa a un personaje para merecer un libro? -Bueno, yo soy bastante haragana, así que si la historia me da un buen personaje lo tomo. Pero supongo que lo que me decide a escribir sobre una figura en particular se parece un poco al amor: tengo que verle “algo”. Fabián Gómez y Anchorena, por ejemplo, era un hombre bueno. En un tiempo en el que los nobles europeos no se destacaban por ayudar al pueblerío él llegó a poner una oficina -en el siglo XIX!- para canalizar sus obras de beneficencia. Era un hombre dispendioso, sí. Sus parámetros y sus principios eran los de un señorón rioplatense, seductor y mandaparte, pero a la hora de dar no hacía diferencias: tenía para todos. Otro personaje que me entusiasmó mucho en este libro fue el de la reina Isabel II.
-¿Por qué? -Porque me obligó a investigar sobre una época que casi no conocía y aprendí mucho. Además, Isabel, es apasionante: enamoradiza, vivaracha, “sobradísima de carnes” como dicen allá, españolísima y además muy querida. Cuando llega la Restauración y Alfonso XII vuelve como rey a España, lo aplauden en las calles de Madrid y, en medio del entusiasmo popular, alguien grita: “Mira, majo, acuérdate de que cuando echamos a la puta de tu madre aplaudimos mucho más”. Los españoles repiten esta anécdota sin hacerse cruces. Yo viajé a España para investigar la vida madrileña de Fabián y me la traje en la valija. En ese sentido son más francos con su historia que nosotros. Acá si se habla mal de Perón o de Rosas siempre hay alguien que pone el grito en el cielo.
-¿Lo dice por experiencia? -Sí, en parte. Cuando escribí sobre Rosas en La amante del Restaurador, algunos rosistas se indignaron. Otros me saludaron por mi “gran novela unitaria”. Pero yo no inventé lo que escribí, todo está en la historia. Es importante asumir que cualquiera puede tener erratas esenciales. Si se trata de un prócer -Belgrano, San Martín o quien fuera-, no está mal valorarlo desde ahí, desde la hombría, pensando que si hizo lo que hizo con sus debilidades también nosotros podemos cambiar algo. A mí no me interesan las historias de alcoba, por sí solas. Pero me interesó sí, escribir, por ejemplo, que Belgrano tuvo dos hijos porque eso fue real y lo tapamos por mucho tiempo.
-¿Qué le interesaba contar de Fabián? No tuvo una vida heroica, vivió de dinero heredado, no conoció el esfuerzo… ¿No la enojaba un poco ese “niño bien”? -Sí, pero después me conquistó. Yo traté de mostrar, que ese hombre vanidoso y superficial también era capaz de replantear toda su vida. Sólo así se explica que un hombre que lo tuvo todo terminara en 1918 enfermo, lejos de su familia, viviendo en la miseria absoluta. Yo creo que con los años se dio cuenta de que era preso de la imagen que había construido. La del dandy fastuoso que sólo para matarle el punto al príncipe de Orange organiza una fiesta que deja a medio París boquiabierto. Una noche que termina con Cora Pearl, una lorette famosa por sus curvas y su desenfado, vestida sólo con un collar de perlas de ocho vueltas, saliendo de un pastel en forma de ostra al mejor estilo El nacimiento de Venus de Boticelli. Cuando se vive así, se entra en el engranaje de la fama y dejar todo requiere coraje, ¿o vos te creés que a Mirtha Legrand o a Susana Giménez les sería sencillo decir basta? Bueno, él lo hizo. Ya viejo, prefirió la pobreza de Santiago del Estero a Europa y la ayuda económica que le ofrecían sus amigos.
-¿Y usted cómo se lleva con la fama? -Yo no me siento una persona famosa. Soy sí, una vieja escritora con muchos años de esfuerzo detrás. Siempre tuve mi público de entrerrianos y de mujeres. Ahora los lectores son más y me gusta, claro, porque me permite ser escritora full-time. Pero la fama es como la gripe y yo siempre recuerdo el dicho: “Ya pasará, ya pasará: es una gripe y ya se va”. Además, creo que hoy el éxito se debe en gran parte a que la televisión te hace primo hermano de todo el mundo y te volvés una cara familiar que comparte la mesa y la vida cotidiana. Por eso cuando me paran por la calle en vez de decir “María Esther, leí su libro”, muchos me dicen: “La vi con Mirtha” y me piden un autógrafo por eso, no por mis novelas.
-¿Le molesta? -No, son las reglas de los 90 y de la sociedad mediática. En los 70 no me pasaba. Y aunque cuando salgo con zapatillas y la cara lavada preferiría no ser conocida, supongo que el día que no suceda voy a sentir una infinita tristeza.
-Abordar la historia argentina desde la ficción es muy tentador: ¿no le asaltan cada tanto unas ganas locas de reescribir algún episodio? -Sí, muchos… Pero supongo que me concentraría sólo en los que siento esenciales. ¿Qué hubiera pasado si a Quiroga no lo hubieran matado?, por ejemplo. ¿Y si la batalla de Caseros no hubiera acabado con Rosas? ¿Si la revolución del 55 no hubiera sido? Las preguntas son infinitas y el juego inagotable. Pero creo que más interesante es pensar qué hubiera sido de la Argentina si hubieran prendido ciertos buenos ejemplos en vez de tanto saqueo al Estado. El país seguramente sería otro.
-¿Ahora que falta tan poco para el siglo XXI, piensa escribir sobre algún personaje del XX? ¿Yabrán, por ejemplo? -Yabrán, qué historia ésa! Yo no lo conocí pero su familia es de Larroque, como la mía. Un chico que se descarrió, qué hacerle. Un chico brillante, según dicen. Mis sobrinos me insisten para que escriba sobre él. Pero no sé. Además, no está mal pensar que ése es un trabajo para las nuevas generaciones. La antorcha hay que pasarla alguna vez, ¿no? Eso es algo que tenemos que entender los viejos escritores.
-¿Para esos jóvenes, algún consejo? -Sólo dos cosas pero esenciales: leer muchísimo, porque en literatura leer es parte del trabajo. Y aprender a perseverar. Por eso cuando alguno de ellos me pregunta: “María Esther, escribí un cuento, ¿qué hago ahora?”. Yo contesto: “Muy bien, te felicito. Ahora escribí cien más”.
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