Quién fue el “Ángel de la muerte”, un sangriento nazi protegido por Perón
Este médico nazi estaba obsesionado por los gemelos e inyectó químicos en los ojos de sus cautivos para cambiarles el color, entre otras atroces torturas
Si se quiere, tuvo una muerte apacible. Un masivo derrame cerebral lo mató en el acto, mientras nadaba en las aguas calmas de la playa de Bertioga, en San Pablo, Brasil. Fue hace cuarenta y cuatro años. Nadie lo reconoció. Y quienes lo conocían, callaron. Quienes lo conocían era sus amigos, Wolfram y Liselotte Bossert. El ahogado, un criminal de guerra nazi, clandestino, usaba uno de sus nombres falsos, Wolfgang Gerhard, con el que fue a la morgue y a la autopsia. No era un criminal de guerra cualquiera, era Josef Mengele, le faltaba un mes para cumplir sesenta y ocho años, de los que había dedicado más de la mitad a matar gente bajo el disfraz de la medicina. El silencio de sus amigos alimentó durante seis años más el desconocido destino de su vida. Fue un fantasma aún después de muerto.
Había sido el “Ángel de la muerte” de Auschwitz, el jefe del temido “pabellón médico” de aquel enorme centro de exterminio creado por los nazis, en el que murieron más de un millón de personas. Mengele realizó terribles experimentos “médicos” con chicos y adultos, estaba obsesionado con la posibilidad de “fabricar” nacimientos de gemelos para perfeccionar el ideal nazi de la perfección aria, un pensamiento en sí mismo criminal. Mengele inyectó diferentes químicos en los ojos de miles de chicos a los que seleccionaba para sus experimentos antes de que fueran de manera inmediata a las cámaras de gas ni bien bajaban de los trenes que los habían deportado de sus países. Los químicos estaban destinados a modificar el color de los ojos de aquellos niños desdichados, porque Mengele aspiraba al azul ario, que le parecía indispensable para dominar el mundo.
No estaba loco. Pensaba así. Usó a miles de seres humanos como cobayos a los que luego derivaba a las cámaras de gas: les amputaba brazos o piernas, o brazos y piernas, para intentar injertos o trasplantes que terminaban en gangrena y muerte. Sumergió en grandes tambores metálicos con agua helada a cautivos judíos, gitanos, prisioneros soviéticos y los mantuvo horas en el frío para descubrir alguna terapia que calmara los males de los pilotos alemanes que caían en las aguas del Mar del Norte. Usó a prisioneros con muy buena salud para provocarles heridas que después cubría con fragmentos de vidrio, trapos sucios, barro, excrementos y agua podrida, para recrear las condiciones de las trincheras del lejano frente del Este, estudiar la evolución de esas heridas y hallar alivio de alguna forma a los soldados del Reich que resultaban heridos.
John Steinbeck, en su inolvidable “Al Este del Paraíso”, define a los tipos como Mengele cuando describe a uno de los personajes de su novela. Dice que así como hay seres humanos que nacen lisiados físicos, condición fácilmente detectable, hay otros seres humanos que nacen “baldados mentales”, condicionados por esa lesión, por esa “amputación mental” oculta, arcana, indescifrable. Mengele era un baldado mental. Pero parecía pensar como un hombre común, un médico que sabía que los horrores de la guerra, algunos, aportaban algunos adelantos científicos, quirúrgicos y hospitalarios. Pero Mengele se aprovechó de esa premisa, de melancólico fatalismo, para desatar una locura criminal que nadie detuvo.
Inyectó en las venas de miles de personas fenoles, sustancias químicas muy venenosas derivadas del alquitrán, o cloroformo, o insecticidas, o nafta sólo para ver qué les ocurría a sus víctimas. Tenía una sonrisa de tipo amable y servicial, y una diastema superior que le daba a su monstruosidad un aire infantil y travieso. Por cierto, todo lo hizo al servicio del Tercer Reich.
Era un fanático de la genética, todavía en pañales en los años de la Segunda Guerra. Cuando los trenes de los deportados, en su mayoría judíos europeos, llegaban a aquel campo que lucía en su entrada un cartel forjado en hierro que decían, en alemán, “El trabajo os hará libres”, Mengele se paseaba por los amplios andenes, llamados “El patio de los judíos”. Allí eran seleccionados quienes pasaban de inmediato a las cámaras de gas, ancianos, chicos, embarazadas, impedidos, por lo general, las tres cuartas partes de los prisioneros.
En esos paseos, Mengele pedía “Gemelos… gemelos…”, para que sus oficiales le acercaran a sus pequeños conejos de indias. Sus experimentos incluyeron la inoculación de la bacteria del tifus en uno de los hermanos; luego hacía transfusiones de sangre de uno a otro para ver los resultados, la posibilidad de contagio, la evolución del mal. Si uno de los hermanos moría en el experimento, Mengele mataba al otro para realizar estudios comparativos post mortem. En todos los casos, los cuerpos eran diseccionados. Uno de los ayudantes en aquel horror, Miklós Nyiszli, un prisionero judío húngaro, relató que una noche Mengele mató personalmente a catorce gemelos con una inyección de cloroformo directa al corazón.
Si por un lado inoculaba el tifus, el mal transmitido por las pulgas, por otro lado combatía la enfermedad de forma drástica. Terminó con una epidemia de tifus en el campo con el sencillo procedimiento de enviar a las cámaras de gas a mil seiscientos prisioneros de la etnia gitana, para después desinfectar el barracón en el que estaban alojados.
También llevó adelante experimentos masivos de esterilización y castración en hombres y mujeres. Su biógrafo, Gerald Astor, afirmó en “Mengele – El último nazi”, que el médico de Auschwitz arrojaba niños vivos al fuego de los crematorios vecinos de las cámaras de gas.
En el juicio que los tribunales aliados le siguieron en ausencia, nunca lo apresaron, el médico judío prisionero en Auschwitz, Vexler Jancu describió: “Vi una mesa de madera. Sobre ella había muestras de ojos. Eran de color amarillo pálido, hasta el azul claro, verdes y violeta. Los ojos estaban pinchados somo si fuesen mariposas. Creí que yo había muerto y que ya estaba en el infierno”.
Eli Rosembaum, director de la Oficina de Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia de Estados Unidos admitió: “Fuimos completamente sobrepasados por su monstruosidad. Lo más importante es ver que su mente operaba como la de un científico que se concentraba en sus estudios y experimentaba mientras dejaba de lado sus sentimientos. No creo que Mengele tuviera remordimientos por lo que hacía. Pienso que en su mente de científico, justificaba todo lo que hacía”. Para tranquilidad de Rosembaum, el único hijo de Mengele, Rolf, dijo que su padre jamás había expresado remordimiento alguno por sus actividades durante la guerra.
En su monumental obra sobre Adolf Hitler, el historiador Ian Kershaw se pregunta, e interroga, cómo fue posible que la sociedad alemana permitiera y tolerara esos horrores, y otros; cómo fue que los grandes estrategas del viejo ejército imperial del Kaiser se dejaron convencer por un cabo austríaco sin luces en lo militar; cómo fue en suma que la sociedad alemana se hundió en el nazismo. Aunque más bien las espera, Kershaw da algunas respuestas. Una refiere a la necesidad que en los años veinte, que siguieron al fin de la Primera Guerra Mundial, tenía la sociedad alemana de un caudillo que “salvara a Alemania ante un gobierno mentiroso y corrupto y un sistema de partidos asentado sobre la miseria económica, la división social, el conflicto político y el fracaso ético”.
Mengele era un botón de muestra de aquel espanto, símbolo del horror encarnación de lo diabólico. Pero no estuvo solo. En el “Bloque 10″ de Auschwitz, el temido “pabellón médico”, aquel premiado doctor en medicina hizo lo que se le antojó con miles de seres humanos junto a otros treinta profesionales, todos al mando del capitán médico de las SS Eduard Wirths. Mengele sólo fue el monstruo más famoso, el más sádico también, pero no el único. En aquel “pabellón médico” se experimentaron en seres humanos las primeras vacunas contra la malaria y el tifus, desarrolladas por los entonces principales laboratorios alemanes.
También fue diabólico para huir y esconderse una vez terminada la guerra y alimentar de algún modo el aura fantasmal que rodeó siempre su figura siniestra. Nunca fue juzgado y se las ingenió para ser un personaje mimado por los países a los que ató su destino: Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil.
Josef Mengele nació en Gunzburgo, Baviera, el 16 de marzo de 1911. Empezó a estudiar medicina y filosofía en la Universidad de Múnich en 1930, en pleno auge del nazismo. A los veinticuatro años, era doctor en antropología de esa Universidad y, en enero de 1937 egresó del Instituto de Biología hereditaria e Higiene Racial de Frankfurt, como asistente de su mentor y protector, Otmar von Verschuer, que investigaba ya la genética de los gemelos. Ese mismo año se afilió al partido nazi y, al siguiente, a las SS. El 28 de julio de 1939 casó con Irene Schönbein, su hijo Rolf, nacería en 1944. En junio de 1940, plena guerra fue voluntario en el servicio médico de las SS, destinado a Ucrania en 1941 donde ganó dos Cruz de Hierro, de segunda y primera clase, y fue herido grave cerca del río Don en el verano del 42. Incapacitado para servir en el frente. Regresó a Berlín para trabajar en la Oficina de Raza y Reasentamiento y, junto a Von Verschuer y en el prestigioso instituto Kaiser Wilheim, en el departamento de Antropología, Genética Humana y Eugenesia.
A inicios de 1945, ya con los rusos en los talones y camino a Berlín, Mengele y otros médicos de Auschwitz fueron destinados al campo de concentración de Gross-Rosen, adonde cargó con dos cajas con especímenes y los registros médicos de sus investigaciones. Los soviéticos liberaron Auschwitz el 27 de enero y Mengele y los suyos huyeron de Gross-Rosen el 18 de febrero. Empezó entonces su larga y exitosa huida. Los americanos lo capturaron y lo registraron con su nombre verdadero. Pero, ¿quién sabía quién era Mengele? No figuraba en la lista de los SS buscados y no se había hecho el tatuaje ritual en la axila, con su número de identificación y su grupo sanguíneo. Lo liberaron a finales de julio de ese año y logró hacerse de un documento falso a nombre de Fritz Ullman, que luego cambió por Fritz Hollman. Se esfumó.
Pasó cuatro años en Alemania, hasta que los juicios de Núremberg y su secuela de procesos judiciales, más los testimonios de algunos sobrevivientes de Auschwitz, ninguno había pasado por sus manos, lo ubicaron en la lista de criminales de guerra más buscados.
Se fue de Alemania el 17 de abril de 1949 con un país en mente: Argentina, que ya era casi un paraíso para los nazis en fuga. Su mujer se negó a seguirlo y se divorciarían en 1954, en vísperas de un nuevo casamiento de Mengele. El escape fue igual al de muchos otros nazis conocidos, Adolf Eichmann, Klaus Barbie, Walter Kutschman, Eduardo Roschmann, y al de decenas de nazis desconocidos. Atravesó la frontera alemana por el norte de Italia, contó con los buenos oficios del obispo Alois Hudal, muy cercano al secretario del papa Pío XII, el cardenal Giovanni Battista Montini que sería luego el papa Paulo VI. Obtuvo una nueva “Carta d’Identitá”, falsa pero legítima: la número 114, con el nombre de Helmut Gregor. La de Eichmann llevaba el número 131 a nombre de Riccardo Klement. La historia de la huida, la ruta y la ayuda que recibieron los nazis en fuga están descriptos en las obras del historiador y escritor argentino Uki Goñi y en la de los británicos Philippe Sands y Bettina Stangneth.
Mengele se embarcó a Buenos Aires el 25 de mayo de 1949 en el buque inglés North King. Llegó el 22 de junio, se alojó en una pensión de la calle Paraguay, en Palermo, hasta que fue cobijado por la activa comunidad nazi argentina, que había plantado una importante red de espionaje protegida en cierto modo por el gobierno de Juan Perón. Después vivió en la localidad de Florida, provincia de Buenos Aires, en la casa del Gerhard Malbranc, gerente del Banco Alemán Transatlántico y “uno de los testaferros de los dineros nazis girados al país durante la guerra”, como reveló el periodista argentino Jorge Camarassa.
Mengele vivió dos años en Paraguay con una nueva identidad: Peter Hochbicheler. Después se instaló en Brasil. Allí adoptó la identidad de Wolfgang Gerhard que era un simpatizante nazi que viajó a Alemania para llevar adelante un tratamiento médico y allí fue asesinado a golpes. Los documentos de Gerhard hacían a Mengele catorce años menor, austriaco, viudo y técnico mecánico.
Su familia sabía quién era y dónde estaba. En 1977 lo visitó en Brasil su hijo Rolf. Le preguntó sobre los campos de exterminio y Mengele le dijo que él no había inventado Auschwitz. “No admitió haber hecho algo mal. No demostró culpa, ni arrepentimiento. Dijo que había cumplido órdenes”. Con su salud debilitada desde 1972, hipertensión, una afección crónica en el oído que le producía vértigo, padecía reumatismo y además dormía mal, con una pistola Walther bajo la almohada, ante el temor de correr el mismo destino que Eichmann.
La tarde del 7 de febrero de 1979 visitó a sus amigos Wolfram y Liselotte Bossert en la playa de Bertioga. Salió a nadar y no regresó vivo.
En 1992, un examen genético ratificó la identidad de Mengele. La familia se negó a repatriar sus restos a Alemania y sus huesos, que fueron exhibidos en público, permanecen almacenados en el Instituto Médico Legal de San Paulo