Estremecedor relato de una mujer que estuvo cautiva por 23 años en Rosario
La mujer, que hoy tiene 44, logró escapar tras 23 años de esclavitud y volvió a Rosario para el juicio contra el hombre que la sometió.
María Eugenia vuelve hoy a Rosario. Hace más de dos años que espera el juicio contra Oscar Racco, que la privó de su libertad, la golpeó y la violentó de maneras inimaginables durante 23 años. “Los primeros años estuve encadenada, rapada, violada, fue muy difícil. Cuando a esta persona se le enferma su mamá de un cáncer, logré empezar a salir, con él, a hacer un mandado, a llevarla al médico”, cuenta María Eugenia. No le permitía ir sola ni siquiera a votar. “Tuvo a la madre internada, y ahí él decía que yo era la hija, me quedaba 20 horas en un sanatorio y él se metía adentro de un ropero, armado, porque no estaba permitido que hubiera dos personas. Y siempre con ese miedo; si iba a hacer un mandado iba con él, cualquier cosa que tuviera que hacer, hasta ir a votar, él iba a la escuela con mi documento, le preguntaba al gendarme. En veintipico de años nunca tuve el documento en mi poder. Él guardaba mi DNI, el suyo y los papeles del auto”, cuenta hoy, que recuperó su libertad.
En 2019 vio la oportunidad: él la mandó a guardar los DNI en una carpeta, ella escondió el propio debajo de la plantilla de su zapatilla, con terror de que él advirtiera la falta. “No te puedo explicar el grado de miedo que una siente cuando vive con una persona así”, enfatiza.
El 8 de mayo de 2019 salieron a limpiar la vereda de Santiago al 3500, como todos los días. María Eugenia barría, él la vigilaba. La puerta de la casa de pasillo tenía dos candados, y la única copia de las llaves estaban en poder de él. Racco se descompuso. “Apurate que me cago”, le dijo y entró rápido, sin cerrar. María Eugenia tenía que quedarse sentada en el patio mientras él estaba en el baño. Era otra orden. Ella escuchó que él prendía la ducha, tomó su DNI, 640 pesos y dos fotos de su hijo, al que no había podido ver más que una vez en todos esos años.
Corrió desesperada durante varias cuadras, con miedo a que los vecinos la delataran. En el barrio creían que se llamaba Lucía, así le decían las pocas veces que salía a la calle. “Me agaché atrás de un volquete y con la cabeza asomada, paré un taxi. No tenía ni noción de lo que podía salir. Fui hasta Pellegrini e Italia, entré descompuesta. Mi sensación era que iba a entrar un taxista que lo conociera y le iba a avisar. Tenía un teléfono que él me dejaba sin crédito, para llamarme. En el surtidor, con la plata que me quedaba, con una guía de teléfono, empecé a buscar conocidos, gente del barrio, de la escuela de mi mamá, a ver a quién podía llamar para que me pudiera socorrer”, relata. Llamó a la escuela donde su mamá había sido maestra, pero ya estaba jubilada, a vecinas de su familia. Ahí supo que su mamá y su hermana ya no vivían en Rosario.
“Me tomé otro taxi, me estaba esperando mi primo”, allí empezó el camino de salida. Su hermana le dijo que la ayudaría, con una sola condición. Que se sobrepusiera al miedo y denunciara a su agresor. “Tenía un miedo irracional. Terminé viviendo en un refugio en Rosario, estuve 20 días”, cuenta María Eugenia.
Pudo viajar para vivir cerca de su mamá, y empezó a recuperarse, de a poco. Su mayor miedo es que Racco cumpla todas las amenazas que le hizo a lo largo de 23 años y la castigue a través de su hijo, que hoy tiene 27 años y vive en Rosario. Por eso ruega que no salga pronto de prisión.
“Yo pude aguantar todos estos años, pero mi compromiso es que no caiga otra persona y termine muerta al lado de él”, dice ahora, mientras cuenta su historia.
María Eugenia tenía 19 años y un hijo de dos cuando conoció a este hombre, que le lleva 16 años. Él le dijo que era ex combatiente de Malvinas, pero no era verdad. En realidad, había estado detenido, pero eso ella lo supo mucho después. Empezaron a salir en diciembre de 1995. “Creo que en un momento uno se confunde los celos con el cariño. Yo trabajaba en un jardín maternal en esa época, era jovencita. Nunca había salido con una persona tan grande, lo veía como muy caballero, yo pensaba que era atento. No te tomes el colectivo, te paso a buscar, te llevo, te traigo. Empezó con los episodios de celos”, sigue el relato de María Eugenia, como un aluvión contenido. La perseguía, la espiaba. “Un día, yo salgo del trabajo, me cruzo con un muchacho que era repartidor de Arcor, me quedo hablando, me tomo el colectivo, llego a mi casa y a los 5 minutos me llama por teléfono, era una costumbre que tenía”. Allí comenzó la pesadilla.
Ella quería terminar la relación, pero él no la dejaba en paz. “Él sabía los horarios de mi familia, qué hacían mis amigos, me amenazaba. Me decía que yo le tenía que decir a mi papá que era una puta, y que salía con un primo”, cuenta sobre el prólogo del cautiverio. Él la presionaba. La tenía toda la madrugada al teléfono con esos requisitos. “Se me derrumbó el mundo, y en ese momento vivía con nosotros mi abuela, que tenía 80 y pico de años. No sabía cómo afrontar la situación, me tomé una caja de pastillas y terminé internada”. No alcanzó para evitar lo que vendría. “Este hombre (Racco) nunca se movió del hospital. En forma de extorsión, me obligó a firmar el alta médica y me fui a mi casa. Y al otro día me vuelve a llamar por teléfono. No entendía que yo no podía decir lo que no era y tampoco quería seguir saliendo con él. Ese día me llama, me dice que va a hablar con mi papá”. Ella tenía terror sobre lo que Racco pudiera decirle.
Cuando Racco le dijo que iba a su casa para hablar con el padre, María Eugenia se desesperó y fue a buscarlo a la esquina “para que no se arme tanto problema”. Ese día había fallecido un familiar y había mucha gente en su casa. “Él me trajo a puñetes desde la esquina”, cuenta María Eugenia. Su familia llamó a la policía. Terminaron los dos en la comisaría. “Nunca entendí por qué quedé detenida con él. A los dos nos ficharon. Él le dio 50 pesos al policía y el corrupto nos tomó las huellas dactilares al revés, le dijo que no se haga problema”, cuenta María Eugenia. La fiscalía buscó las actas de la comisaría, todo esto ocurrió en mayo de 1996.
“Este hombre que nos ficha, le dice delante de mi cara que va a hacer desaparecer la denuncia. El policía le dice ‘llevátela con vos, y cuando la familia levante la denuncia no hay más drama’. Me fui con él porque ya veía que ni la policía podía ayudarme. Estuve viviendo en un cuartito que estaba arriba de la casa de sus padres”, sigue el relato. La mamá de María Eugenia puso un abogado, que luego dejó de representarla porque recibió amenazas.
En mayo de 1996, Carlos Menem era presidente de la Nación. Los teléfonos celulares eran una rareza. Era el siglo pasado. “Él me insistía con que llamara a mi familia, me escribía un papelito con lo que tenía que decir. Decile a tu mamá que te pase con tu papá, para que le digas tal cosa. Yo le pedía ‘papi levantá la denuncia y yo vuelvo’ y mi papá me decía ‘yo no voy a levantar la denuncia’. Cuando la conversación tenía muchos sentimientos, yo lloraba, mi papá lloraba, ahí él cortaba el teléfono y empezaban los golpes”, sigue contando.
“Pasaron quince días y al ver que mi familia no levantaba la denuncia, me rapó, me recontra golpeó y me rapó. Me prendió fuego la ropa, me obligó a vestirme con ropa de él, para que, si me buscaban, no me reconocieran. Todos los días me golpeaba, estaba encerrada en una pieza, empapeló todas las ventanas. Yo tenía miedo hasta de asomarme. Un día había visto un papel roto, trajo una cadena, me empezó a encadenar de un pie a la pata de la cama. Así estuve prácticamente un año con un pijama, porque no salía ni a la calle”. Pensó que se estaba volviendo loca. “Llegué a pesar 54 kilos, soy una persona de contextura grandota. Me fue muy difícil todo esto. En un momento te acostumbrás a hacer lo que los otros quieren, para que no te peguen”, sigue el relato.
Racco la manipulaba con información sobre su hijo: saber todos los movimientos del niño era su forma de tenerla en vilo. “Así se fueron consumiendo los 23 años. No sabía qué estaba pagando. Aprendí a hacer todo lo que la otra persona esperaba de mí. Tuve dos embarazos, a uno lo perdí a los dos meses, por las golpizas de él. El segundo embarazo llegué casi a los 4 meses y lo perdí. El conocía a un enfermero, así que me llevó a (Villa Gobernador) Gálvez. Me hicieron un raspaje. Nunca pude ir a un médico a hacerme atender, a hacerme ver”, cuenta.
María Eugenia vivía sometida. “Creo que tenía un miedo extremo. Me golpeaba y me decía: ‘llamá al 144 a ver si te pueden socorrer’. Cuando mi mamá me mandaba a buscar, él conocía al juez de la causa. Según él, había salido con la jueza (Liliana) Puccio. Él tenía un taller de motos y venía la policía a hacer las reparaciones”.
Tanto la madre como el padre de Racco fueron cómplices del sometimiento. Los primeros tiempos, cuando María Eugenia estaba atada a la cama, tenía que golpear el piso cuando quería ir al baño, y era la madre del agresor quien la llevaba. La mujer murió antes de la fuga de María Eugenia. El padre de Racco estuvo imputado como partícipe, pero falleció durante la investigación.
En 23 años pasan muchas cosas. “Un día me tiré arriba de un techo porque me estaba golpeando. Me tiré de un techo pensando que desde el pasillo podía saltar a una puerta bajita. Caí, me golpeé la cabeza, quedé bastante inconsciente. Al ver cómo estaba, con la madre decidieron que me tenían que llevar al HECA”, sigue contando. Fueron a la vieja construcción de Mitre y Rueda. “Me cosieron la cabeza, yo también pensaba que cuando me llevara al HECA iba a poder pedir socorro, pero él conocía al hombre de seguridad. Tuve que decir que me había caído de una escalera”, sigue el relato.
Una vez, cuando tuvo que ir a Tribunales a firmar los papeles del divorcio del padre de su hijo, pidió ayuda. Le permitieron salir por otra puerta y pudo escapar. Era 1997 o 1998. “Logré salir por Balcarce, logré tomar un taxi, ir a la casa de una compañera de la secundaria y ahí pude reencontrarme con mi familia. Pude ver a mi hijo. Pero volví con él, por las amenazas, porque él sabía días, horarios, movimientos de uno, de otro, y yo veía que no podía hacer nada, que era la vida que me había tocado”, sigue María Eugenia. Eran más que amenazas: “Él vivía con el arma debajo de la almohada, me ponía el arma en la cabeza. Yo vivía siempre temblando”, rememora.
Los golpes, las amenazas, la manipulación. “Yo soy creyente, pero no puedo orar porque este hombre me tenía horas arrodillada diciendo padrenuestros, avemaría y glorias por ser tan prostituta y mala persona”, cuenta.
La violencia horada la subjetividad. “Siempre me decía, cuando me pegaba porque yo hacía algo mal, o mejor dicho, algo que no le parecía, que el hombre es un animal de costumbres. Fui un perrito adiestrado durante 20 años de mi vida, aprendí a comer lo que al otro le gusta, vestirme como al otro le gusta”, dice ahora.
Un día pudo salir, aunque desandar tantos años de terror sea otro camino. “Valoro lo que hizo fiscalía, lo que hizo la Secretaría de Género de Rosario y también del lugar donde estoy viviendo”, dice. Casa Amiga se llama la casa de amparo donde pasó ese primer tiempo. “Me gustaría que las mujeres que pasan lo mismo que yo sepan que es verdad que te ayudan y es verdad que se sale”, dice.
Lo primero que cuenta de su paso por la casa de amparo en Rosario podría parecer un detalle. “Vinieron a preguntarme qué quería comer, algo que en 23 años no me pasó nunca. Me acompañó una señora que se llama Mechi, que para mí fue un ángel de la guarda. Todas las personas, Sandra la directora de la casa, la gente que está donde me presenté a declarar la primera vez. Yo no tengo más que palabras de agradecimiento, son los que me ayudaron a salir de este infierno”, reconoce. Le agradeció también a Valeria, su psicóloga que la trata desde que llegó al lugar donde vive ahora. Mechi es Mercedes Simoncini, una trabajadora social hoy jubilada y también histórica militante feminista de la ciudad.
En la ciudad en la que vive ahora la “ayudaron mucho” cuando llegó. Vendía gorras. “Mi mamá tiene una máquina de coser así que hacía eso, pero no me iba tan bien. Conseguimos alquilar una casa, empecé a trabajar en un geriátrico, entré doblando ropa y lavando, terminé de auxiliar, levantando gente. Pero empezó la pandemia y perdí el trabajo. Me recibí de masajista terapéutica, pero no hay trabajo por la pandemia. En este momento estoy vendiendo alfajores por la calle”, relata cómo reconstruyó su vida. “Viste que no hay trabajo. Una cosa que también influye es la edad. Cuando me sale, limpio casas, cuido gente en forma particular y estoy estudiando mandatario del automotor, que si dios quiere este año me recibo. Siempre estoy tratando de buscar una salida. Un sueño”, dice a los 44 años.
Mientras cuenta esto, María Eugenia se prepara para volver a la ciudad, adonde el Comité Feminista ante la Emergencia Sanitaria la acompañará, y la fiscal Luciana Vallarella ya tiene todo preparado para el juicio que empieza mañana, a las 14, en el Centro de Justicia Penal.
“Hace dos años y pico que estoy esperando el juicio, espero que la condena sean los 18 años que me prometieron”, implora. “Tendría menos miedo si él permaneciera preso. Los 23 años no me los paga nadie. Por el daño que nos hizo como familia, mi hijo creció y no pude estar con él. Se murió mi papá y no llegué a abrazarlo. Son dolores que no te paga nadie. El último abrazo con mi viejo no me los devuelve nadie”, expresa. Explica cuál es su principal expectativa con el juicio que inicia mañana: “Necesito que la verdad se sepa, que se termine todo esto de una vez por todas y que se haga justicia”.